A donde quiera que vaya, la música lo acompaña. La historia de Deiver Vilera es la de una migración en la que nunca faltó su viola. De Venezuela a Perú, y con las canciones como guía, qué aprendizajes adquirió en el andar y qué le enseñó al país de acogida.
Piura, Perú – Existe la creencia de que la música es un lenguaje universal. De hecho, así lo confirmó la ciencia en 2019, en el estudio “The world in a song”, llevado a cabo por científicos de la Universidad de Harvard. En línea con esta investigación, si uno hiciera girar un globo terráqueo y ubicara el dedo índice al azar, podría encontrar en esa locación aleatoria una historia que fundamente el estudio. La OIM la halló en Piura, noroeste de Perú. Específicamente en el testimonio de Deiver Vilera, de 27 años.
Pero nuestra historia no comienza en Perú. Vilera nació en el Estado de Miranda, República Bolivariana de Venezuela. Allí vivía con su madre, padre y hermano mayor. Aún en su infancia, los desafíos no lo detuvieron: “Quería ver qué tal me iba y gracias a Dios me fue bien”, dice al recordar el momento en que se presentó en la Orquesta Guillermo Rivas de Caucagua para tocar cualquier instrumento. Así conoció a la viola, su fiel y eterna acompañante.
Vivió en Caucagua hasta los 10 años para luego migrar a Guarenas, también en Venezuela, junto con su familia. Y la viola, claro. La música le extendía a Vilera un mensaje obvio: sea cual sea su lugar, siempre encontraría una melodía de contención. En 2016 se consolidó como parte de la Orquesta Sinfónica Francisco de Miranda, “una de las tres principales del país”, según sus palabras.
Una de las amistades de su grupo musical decidió migrar a Piura, Perú, para probar otra suerte. Al tiempo, le comentó a Vilera que “le estaba yendo muy bien, que el lugar era bonito y tranquilo, que había mejores oportunidades”. La frase resultó disparadora de una idea: ¿Y si él también iba? En 2017, la decisión estaba tomada: armó las maletas junto a otro amigo chelista, colocó la viola en su estuche y partió para Perú.
“Comenzamos haciendo música en la calle, nos iba bastante bien”, cuenta sobre sus primeros pasos en este territorio. “Pasaron seis meses y audicioné para la Orquesta Sinfónica de Piura”, de la que es parte en la actualidad. “Me siento tranquilo en Piura. Lo bueno es que hablamos el mismo idioma”. Agrega: “Migrar es dar y recibir. Musicalmente, nosotros aportamos nuestro conocimiento. La educación musical que nos dieron en Venezuela es muy diferente a la de Perú. Es un aporte a la cultura peruana”.
Vilera también se dedica a la reparación de computadoras y celulares. Asegura que “una persona migrante debe salir con una preparación de oficio, saber hacer algo que pueda ejercer en cualquier parte”. Además, cree fundamental que al llegar a otro país hay que “tener la capacidad de adaptarse, no ir con la idea de que todo es como en tu país o ir a querer cambiar las cosas”.
Nuestro protagonista no pretende quedarse quieto. Quiere seguir instruyéndose. “Los músicos somos como los médicos: nunca dejamos de estudiar. Tenemos que estudiar toda la vida para mantener el conocimiento intacto”. Quizás, dice, se mueva a otro país a seguir “aprendiendo, creciendo y aportando a donde vaya”.
Ya sabes, la próxima vez que tu dedo se pose en un punto fortuito de un globo terráqueo, a lo mejor vuelvas a encontrar a Vilera. O tal vez no, pero una cosa es certera: hallarás una historia y la música estará allí.
Visitamos algunas ciudades de América del Sur para conocer más sobre las historias de personas migrantes y de la comunidad de acogida en sus propias palabras. Personas como tú y yo, en conversaciones con la OIM, desde sus lugares cotidianos.
Toda historia puede tener puntos comunes y extraordinarios a la vez.
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